
De la ciudad de los techos rojos que conocieron nuestros padres no queda nada. Caminar por nuestras calles es toda una odisea épica, aventuras que me imagino vivieron hombres y mujeres en los tiempos de la barbarie, que al igual que nosotros debieron enfrentar a unos individuos que mal encarados montan sus caballos de hierro atropellando todo a su paso, no respetando ninguna norma conocida, y para completar la escena dantesca aparecen unos elefantes de hierro, bien maltrechos por cierto, botando chorros de humo por sus trompas y haciendo ruidos ensordecedores, de los que debes huir apresuradamente pero con sumo cuidado, ya que las aceras o caminos están llenos de trampas: huecos, trabajos inconclusos, tanquillas sin tapas, vendedores de cualquier cosa y en cualquier parte, y de repente, te encuentras en medio de un tornado lleno de desagradables olores y suciedades, una selva moderna.

La contaminación sónica ha aumentado en un alto porcentaje en los últimos años, a las motos le han puesto cornetas de carro que tocan como diversión, los conductores de las camionetas públicas le han puesto trompetas de aire comprimido a sus vehículos las que hacen sonar por cualquier cosa, o para torturarnos tal vez.
Pareciera que las ordenanzas y las leyes son, como diría Arturo Uslar Pietri, para los “pendejos”.
El flamante alcalde que tenemos se llena la boca hablando de los espacios recuperados, la plaza de Bolívar, algún boulevard, y alguno que otro espacio, pero la verdad es que para llegar a estos espacios se deben atravesar una cantidad de obstáculos que los hacen inexistentes, o impenetrables cual ciudad medieval amurallada. ¿Cuándo nuestra ciudad contará con un alcalde que simplemente la ordene y haga cumplir las normas?, ¿será esto mucho pedir?
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